jueves, 18 de junio de 2009

El gran reloj

Recuerdo claramente los diferentes ruidos del tren. Cuando se mide menos de un metro es difícil alcanzar a ver bien lo que está fuera de la ventanilla. Pero, sentado en el asiento incomodo de segunda clase, empapado del calor húmedo del verano, sin juguetes y sin televisión, un niño de cinco años puede inventarse un juego hasta con los ruidos del tren. Cada año a finales de junio, solíamos, mi mamá y yo, hacer el mismo largo viaje desde la ciudad hasta el pequeño pueblo en donde vivía mi abuela, para pasar allá algunas semana de las vacaciones de verano. Había que tomar cuatro diferentes trenes y alternar las horas olorosas de cigarro y gente de los vagones esperando sentados en una banca de madera en algún andén asolado de alguna estación intermedia del camino. No me culpen entonces si jugaba con el ruido del tren: era divertido a comparación del resto.

El juego era simple: cerraba los ojos e imaginaba por donde estaba pasando el tren en ese momento. Es que los trenes, por lo menos los de entonces, no estaban hechos, como los automóviles de hoy, para aislarte del mundo exterior, para encerrarte en una burbuja de vidrio, para que puedas escuchar el iPod o jugar a videojuegos. Los trenes se mueven y respiran con el paisaje que atraviesan. Por ejemplo, había descubierto que, si escuchaba “tu-tum-tu-tum… tu-tum-tu-tum”, era porque estábamos corriendo arriba de un terrapleno en medio de los campos, mientras que un más pausado y ligeramente más agudo “tu-tum… ta-tam, tu-tum… ta-tam” me indicaba el puente de acero que cruzaba algún rio. Al pasar en los túneles o en los bosques de colina o en las afuera de un pueblo, el tren hacía otros ruidos bien distintos.
Quizás fue ese juego que, por primera vez, me hizo poner atención a los diferentes tipos de paisaje. Lo que sucedía afuera de la ventanilla lo descubrí mejor después, cuando creciendo, me fue fácil alcanzar la parte superior de la misma, abrirla, y apoyarme con los brazo en ella para sacar la nariz y dejarme golpear la cara por el aire seco y cortante. Mirando afuera, pude observar como aquellos paisajes tan diversos se sucedían y se intercalaban sin solución de continuidad en el territorio más amplio de la región, con una irregularidad aparente que no dejaba de parecerme de algún modo ordenada y bella.

Cuando más tarde, en los años de la universidad, ya no acostumbraba recorrer esa misma región tan seguido, aprendí que para la ciencia, los paisajes son entidades vivas y que los campos, los ríos, los bosques y los pastizales funcionan juntos como engranes de un reloj y que juntos cambian, se equilibran, y a veces se transforman en otra cosa muy diferente y ya no pueden volver a ser como antes.

– Hoy vamos a la playa – explico a mi hijo mientras conduzco el automóvil desde el centro de la ciudad hacia la costa. Mientras conduzco, miro a través del cristal y veo la ciudad que avanza y se mezcla con los campos de maíz, hacia las colinas con los bosques, con los cultivo de agave. Afuera, el ruido y la contaminación dejan por momentos espacio al canto de las aves, al olor a abono de los campos, al aroma de los bosques.

¿Y si todo esto también funcionara como un gran reloj? ¿Si la ciudad fuera uno de los engrane de la gran región urbana, junto con los otros diferentes paisajes que la rodean? Si se pudiera estudiar, si se pudiera entender cómo funciona, tal vez se podría arreglarlo cuando se descompone, rediseñarlo con conocimiento, para mejorarlo, hacerlo crecer sin echarlo a perder.

1 comentario:

  1. Ciao:
    ¡Qué fresco tu relato y qué potente su contenido visual! Al leerlo no solo tuve ante mí fantásticas imágenes cinematográficas sino que pude revivir mis propios trayectos juveniles en los viejos trenes mexicanos, tan surrealistas como los italianos.
    ¿No crees que ahora tu hijo puede llegar a sentir lo mismo que tú aún desde el compacto interior de tu moderno automóvil rumbo a la costa?

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